La mujer de mis pesadillas

Llegué sudorosa, cansada y tensa. Mi cabeza revoloteaba y daba tumbos como el auto. Debe ser complicado sentirte nerviosa cuando solo tienes seis años, pero me encontraba así: ansiosa y aburrida luego de un traqueteo de más de cuatro horas en el carro antiguo e incómodo de mi padre. Por fin apareció ante mis ojos somnolientos y era tal cual la imaginaba. Lo que ninguna foto había conseguido captar era su elegancia decadente. Sentía que atravesaba el umbral del pasado. Quedé deslumbrada, más por la descripción que recordaba de mi abuela que por lo que tenía ante mi vista. La imaginación de un niño puede colorear fantásticamente cualquier paisaje gris. Sabía exactamente todo lo que encontraría: el único hotel con una pileta central rodeada de arcos y jardines con flores amarillas. No era el color sol de mediodía que mencionaba mi abuela sino solo el producto de lo secas que estaban. Mucha madera en las barandas y escaleras que olían a viejo y a apolillado, que me trasladaban de narices a la historia de la bella sirena que había capturado mi atención, desde que mi abuela Sara me contase su historia. Esto es lo que me dijo o lo que recuerdo: existió hace cientos de años una bella princesa inca de enormes ojos verdes que, de tanto llorar por desamor, convirtió la arena calcinante del desierto en un oasis. Esas lágrimas copiosamente vertidas formaron una pequeña laguna que, en medio del desierto, creaba reflejos bellos en el atardecer iqueño. Como la hermosa mujer nunca pudo reunirse con su amado, montó en cólera por lo que, cada vez que alguna joven llorase una desventura amorosa, ella emergería de las aguas turbias de la laguna para hundir hasta el fondo al causante de las tribulaciones de la desdichada. El cuerpo del mal hombre desaparecería para siempre en el fondo del agua. Así entrasen mil buzos a buscar el cuerpo, sería inútil. Fue tal mi impresión apenas me enteré de la leyenda que pedí a mis padres, como obsequio de mi sexto cumpleaños, un viaje a la laguna de mis sueños. Iríamos en el auto familiar, un Chevrolet Corvair descapotable con el que mi padre se sentía el más apuesto piloto de carreras, aunque el auto en cuestión no pudiese acelerar a más de cuarenta kilómetros bajo peligro de recalentarse y fundir el motor. Por ese motivo, el viaje planteado en tres horas y media, nos tomó más de cinco. No encontraba una posición correcta para sentarme. No podía más con el aburrimiento y el soponcio, aun cuando mi madre fuese recitando todos los poemas que recordaba. Eso solo podía amodorrarme más. Mis hermanos empezaron a aburrirse también pues se dedicaron a molestarme desde la mitad del trayecto. Debimos detenernos en un lugar a la vera de la carretera varias veces, para que fuésemos al baño y para comer algo. “¿Por qué los hombres siempre se mueren de hambre y por qué tienen que ir mil veces al baño? ¡Debieron traerse unos panes con mermelada!”, recriminó mi madre. No quería comer nada porque a todo el malestar existente, debí agregar unas tremendas náuseas. No sé si se debía al estado nauseabundo del baño de ese restaurante o producto de los amortiguadores viejos del auto que, en lugar de suavizar nuestro aterrizaje continuo en esas pistas calamitosas, parecían tirarnos de golpe hacia abajo, por lo que sentía que mi barriga se contraía y se estiraba a cada minuto. Nos apeamos varias veces para que yo devolviese la vida amarga por la boca, lo que hizo que ninguno de mis hermanos quisiese sentarse más a mi costado, por lo que mi madre debió llevar mis quince kilos en su regazo. Por fin llegamos al hotel que quedaba justo en pleno oasis. Mi madre nos prohibió pedir gaseosas. Ella iría a comprar algo por ahí cerca. Creo que olvidó que nos encontrábamos en medio de la nada, así que tendríamos que tragar saliva hasta la hora que sirviesen el menú que incluía “agua del tiempo”. Mi padre fue con mis hermanos a explorar los alrededores y yo me quedé con mi madre paseando por los jardines resecos del hotel. De pronto apareció: la mismísima sirena en mármol tallado, blanco y lustroso. Mis ojos no podían creerlo. Quedé con la boca abierta pues al pie de esa escultura fea y algo deforme, con la que el artista había intentado -sin éxito- reflejar la belleza de la princesa, estaba el relato hecho poema con el que mi abuela me dejó insomne muchas veces. Era bastante diferente a lo que me había contado pues nadie era arrastrado hacia el fondo de la laguna. Me percaté de todo muy tarde pues acababa de ver cómo desaparecía mi padre en medio de sus aguas verdes. Intenté llegar hasta él para ayudarlo, gritando y llorando desconsoladamente, pero no había nadie alrededor. Desperté sudando copiosamente. Por fin habíamos llegado.

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