El mapa de la felicidad


En mi última clase,  conversamos un poquito con mis alumnos. Si se puede llamar  conversación, pues es  difícil mantener el hilo virtual,  cuando tienes cuarenta  interlocutores y cada dos por tres, lees por el chat: “Miss, se cayó mi señal!”, “Miss, oigo entrecortado”, “Miss, Miss, ¿puede repetir?”, “¡Miiiiiiiiiiiissssss!”. He descubierto que algunos no son muy francos e inventan problemas con su micrófono, simplemente para no hablar.

Les planteo lo siguiente: “un genio te concede el deseo de viajar donde quieras, ¿qué lugar escogerías y por qué?” Muchos de ellos, no han subido a un avión, entonces su imaginación no despega. Les pongo un video de las Siete Maravillas, con nuestro Macchu Picchu a la cabeza. Quiero que vuelen relajados, en momentos de crisis y lockdown mundial.

También yo, hago el ejercicio mental, y mis recuerdos fluyen. Pienso en  lugares donde fui feliz. Empiezo a recordar viajes y anécdotas.

Mi llanto en Cancún, porque mis hijos no llegaban a mi cena de Bodas de Plata. Tenía todo previsto, sombreros de charro incluidos, para la foto de rigor; las dos horas de la comida finalizaron y  mis engendros nunca llegaron. No los culpo. Cuando quieras perderte, que sea en esos inmensos hoteles, en los que, para llegar a uno de sus restaurantes, debes atravesar fuentes con flamencos, playas,  piscinas, purito verde con una que otra lagartija que me ponen los pelos de punta. Piérdete en Cancún, leyendo a Carlos Fuentes o al peruano Bellatín, que la ha hecho linda allá.

Lapa, bailando cualquier cosa, menos samba.  Lugar bohemio, como Barranco, que mezcla caipiriñas con bossa nova,   conjunción perfecta.  Sus playas, con muchos cuerpos esbeltos y el mío (la única con ropa de baño entera, en todo el litoral). Rio, la ciudad violenta, pero con la gente más feliz del mundo. Feijao, cerveja e praia. ¿Algo mejor? Difícil. A releer mi libro querido de la infancia: Mi planta de naranja-lima, retrato del Brasil pobre.

Punta del Este, playas lindas, elegantes, snobs, un sueño hasta en temporada baja. Caminar con toda la tranquilidad del mundo, por su playa Mansa .  Subir, por fin, a un Mercedes Benz, aunque sean todos sus taxis. Leería a Benedetti sin Tregua.

Montebuey, pueblo pequeñito y super acogedor, cerca de Córdoba, donde podés comer  los mejores asados, en las mesas más largas que hayas visto. En quinchos acogedores. Tomar vino tinto con sifón y encontrarle el gusto a todo  lo “sencisho de la vida en el campo, che”.

Necesito encontrar mi Don Segundo Sombra, para recrear la pampa gaucha, con toda la dureza y misterios que encierra. Hablando de misterios: no encuentro varios libros. “Presta un libro y pierde un amigo”,  sobre todo ahora que olvido más de lo que recuerdo.

Bogotá, con su Andrés-carne-de-res al que no quería ir porque pensaba – erróneamente- que era un restaurante más, lejos del Centro y caro. Pero no es un restaurante más, es diversión asegurada para toda la familia. ¡Qué tal jolgorio!

Pude empatar la ida hasta Cundinamarca, con la Catedral de Sal, tan abajo del mundo, que me faltaba el aire. Ahí expié un poquito mis culpas.  Volví a María, de Jorge Isaacs, aunque la magistral descripción de paisajes que escribió el autor, haya cambiado mucho.

Varadero con la primera bomba de mi hijo # 3 y la preocupación por terminar presos, al desacatar   leyes cubanas. Esperar tres horas que nos revisen la leche en polvo que llevamos, pues me contaron que no tenían, y mi enana # 4 sobrevivía a punta de lácteos. Cuándo no, la gente exagerada. Hay carencias, pero no es tanto así. Una parada de emergencia en el camino, para necesidades imperiosas de mi hijo, ponía en riesgo el llegar a tiempo al vuelo. Muchos nervios al imaginar a seis personas varadas, en la inmensidad de la noche, en un sitio apartadísimo, sin celular, dólares ni facilidades.

Tirarme a ese mar caribe de cabeza y salir más achicharrada de lo que entré. Mentira, no sé tirarme de cabeza, pero sí recuerdo sentir que entraba a un sauna gigante. Juraría que salía vapor del mar.

Más memorias: una caminata calcinante hasta la inmensa Plaza de la Revolución para desandar los pasos del Che. Buscar la casa de José Martí para que mi enana # 4 recite en su puerta, un poema. No la encontramos, pero igual paporreteó a La niña de Guatemala, esa que murió de amor….

Se agolpan más recuerdos: caminar de una islita a otra en Johnny Cay. Para mí, toda una proeza, aunque el agua no llegase a mi rodilla. Ver las aguas cambiar de tonalidades, del azul al turquesa y al verde. Maravilla del mundo.

Salir de Texas en auto, en un viaje interminable. Mis otrora pequeños, se aburrían y querían hacer pis, en cada rest area que veían. Encontré la solución, pero pagó pato mi consuerte al beber un trago amargo de lo que creía, era gaseosa. “Amorcito”, recuerdo haberle dicho: “¿cómo no te diste cuenta, no sabes que acá no venden Inca Kola?”.

Bailar square dance en Tennessee y que no te importe hacer el ridículo, porque nadie te conoce.

Ser entrevistados para una televisora local, en un pueblito llamado Beaumont, adonde, al parecer, no llegan ni los suyos. Los desilusionamos, al decirles que nos habíamos perdido, en épocas de mapas de papel.  En mi nuevo taller me presentaron a Stephen King, así que leería otro cuento suyo, en inglés.

Un paseo en el bosque de Blanca Nieves donde no  aparece ni el lobo: ¡no aparece nadie!  Lugar donde también te invaden deseos fisiológicos apremiantes. Guardas  formas y  ganas, aun cuando viste a tu pariente, ocuparse, sin ningún reparo, pues es su zona de confort. Es SU BOSQUE, por el que ha transitado media vida, enseñando con inmenso cariño, a quien llegase hasta esos lugares recónditos, las linduras que tienen para ofrecer. Cada árbol, con sus casitas de Hansel y Gretel, hacían una postal perfecta. Quizás un versito  de Goethe aquí, no caería mal.

Cerquita nomás, manejar en sentido contrario en la Panamericana, regresando de Paracas. No me pregunten en qué momento la vía cambió, solo para mí. Recuerdo hartos insultos de conductores y cara de desesperación de nuestra amiga gringa, que no concebía que una autopista pudiese ser de doble sentido. Pleito y risas nerviosas, porque casi casi no la contamos.

Pasar la única Navidad en mi vida lejos de mis padres, por un vuelo cancelado. Show  en el hotel, en el que nuestros críos, nos hicieron pasar la mayor vergüenza de nuestras vidas, al mandarnos al estrado, frente a toda la sazonada audiencia, con harto trago ilimitado, a competir por un polo, luego de hacer el ridículo en cuanta prueba el animador ordenase. Pasarla lindísimo, sin regalos, pero con mucha alegría. Al estar por el Norte, tenía que volver a nuestro Nobel, con su Héroe discreto, que vive en continua zozobra, por esas calles, ahora violentas.

Me he dado cuenta que estos recuerdos se tornan un poquitos nebulosos y lejanos, porque no tengo a todos mis hijos conmigo. El común denominador de mi felicidad, son ellos.

RECORDAR NO ES VOLVER A VIVIR.

Volveré a ser feliz, cuando estemos los seis juntos y pueda darles un abrazo apretado, antes no.


Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Silla ocupada

SEÑORAS DE LAS CUATRO DÉCADAS

No te vayas mamá